Dos monjes paseaban por el jardín de su monasterio, conversando sobre asuntos intrascendentes, cuando uno de ellos paró su pie un segundo antes de aplastar a un hermoso caracol que se cruzaba por el húmedo sendero. Con delicada precisión tomó al desorientado animalito entre su pulgar y su índice y lo miró tiernamente. El monje se sentía feliz de no haber interrumpido el ciclo de vida y muerte de ese pequeño destino. Delicadamente lo colocó encima de una fresca lechuga. El devorador de ensaladas Sonriente miró a su compañero buscando su complacencia, pero se encontró un rostro frío que encorvaba una ceja: -¡Incosciente! Ahora, salvando a ese insignificante caracol, pones en peligro el huerto de lechugas que nuestro jardinero cultiva con tanto esmero. Ambos discutieron acaloradamente bajo la mirada curiosa de otro monje que se acercó a arbitrar la disputa. Como no conseguían ponerse de acuerdo, este último propuso contarle el caso al gran sacerdote. Él sería lo bastan