El escenario era un templo del espectáculo: Las Vegas. Un lugar donde la fantasía se vestía de neón y los aplausos resonaban como el eco de una realidad suspendida. Siegfried y Roy eran los dioses de este Olimpo moderno, dos ilusionistas que convertían lo imposible en rutina. Su magia no se basaba solo en la destreza de las manos, sino en algo mucho más inquietante: controlaban a las bestias. O al menos eso creían. Desde pequeños, los tigres y leones crecían con ellos, compartiendo espacio y tiempo, fundiendo su instinto salvaje con el calor de la domesticación. Dormían juntos, jugaban juntos, y cada noche, sobre el escenario, se convertían en cómplices de un hechizo que mantenía a la multitud en vilo. Pero la magia tiene un límite. La noche del 3 de octubre de 2003, Roy Horn entró a escena con Montecore, un majestuoso tigre blanco de más de 170 kilos. Era un acto más, uno de tantos. Pero algo cambió. Un destello en los ojos del animal, una chispa de lo primitivo resucitando en su...