El severo juez Hidalgo contrae matrimonio con la joven y frágil Casilda. Desde una azotea Nicolás Vidal, prófugo de la justicia, contempla la escena... Adaptación del relato del mismo nombre escrito por Isabel Allende y publicado en su libro “Cuentos de Eva Luna”.
Nicolás Vidal siempre supo que perdería la vida por una mujer. Lo pronosticaron el día de su nacimiento, pero no imaginó que la causa sería Casilda, la esposa del Juez Hidalgo.
La divisó por primera vez el día que llegó al pueblo a casarse y no la encontró atractiva.
Transparente, con la mirada huidiza y unos dedos finos, le resultaba inconsistente como un puñado de ceniza. Conociendo bien su destino, se cuidaba de las mujeres, limitándose a encuentros rápidos para burlar la soledad. Observó a la señorita de la capital cuando ésta bajo del coche el día de su matrimonio y como todos los habitantes del pueblo, Vidal pensó que la novia no aguantaría el clima, las manías o el mal humor del solterón de su marido. El Juez Hidalgo la doblaba en edad y en toda la provincia temían su temperamento severo, capaz de castigar con igual firmeza el robo de una gallina que un homicidio calificado. Sin embargo, no se cumplieron los funestos presagios y Casilda sobrevivió a tres partos y parecía contenta. De igual modo, todos se sorprendieron al ver su influencia en el juez, cuyos cambios eran notables, volviéndose mucho más benevolente y comprensivo. Pero nada de eso interesaba a Nicolás Vidal, porque se encontraba fuera de la ley y tenía la certeza de que no habría piedad para él cuando pudieran llevarlo engrillado delante del Juez.
Vidal había nacido treinta años antes y era hijo de una prostituta, de Juana La Triste. Su madre intentó arrancárselo del vientre, pero la criatura se empeñó en sobrevivir. Cuando la comadrona notó que tenía cuatro tetillas, guiada por la experiencia en esos asuntos, pronosticó que perdería la vida por una mujer. A los diez años tenía la cara marcada a cuchillo por las peleas y a los veinte era el jefe de una banda de hombres desesperados. Cada vez que se cometía una fechoría, los guardias salían en su busca con los perros de caza para volver con las manos vacías. La verdad es que no deseaban encontrárselo porque no podían luchar con él. Nadie se atrevía a enfrentarlos. El Juez pidió al gobierno que enviara tropas del ejército para reforzar a la policía, pero todo fue inútil.
La mujer del juez |
Sólo una vez estuvo Nicolás a punto de caer en las trampas de la justicia, pero lo salvó su incapacidad para conmoverse. El Juez Hidalgo preparó una trampa para el bandolero, pasando por alto los escrúpulos y sabiendo que en defensa de la justicia iba a cometer un acto atroz. El único cebo que se le ocurrió fue Juana La Triste. La sacó del local donde trabajaba fregando suelos y limpiando letrinas, la metió dentro de una jaula y la colocó en el centro de la Plaza de Armas, sin más consuelo que una jarro de agua.
El rumor de ese castigo llegó a oídos de Nicolás. Hacía muchos años que no tenía contacto con ella, tampoco guardaba ni un solo recuerdo placentero de su niñez. Ningún hombre puede aguantar semejante ofensa, pero no dio muestras de prisa. Sus hombres pensaron que era más desalmado de lo que jamás imaginaron. Pero su único comentario fue: “ Veremos quién tiene más cojones, el Juez o yo”.
Los lamentos de Juana entraban por los postigos cerrados, se quedaban prendidos en los rincones, los recogían los perros para repetirlos aullando y molían los nervios de quien los escuchaba. La gente del pueblo desfilaba por la plaza compadeciendo a la anciana, las prostitutas hicieron huelga y el cura encabezó a un grupo de feligreses que se presentaron ante el Juez, pero el magistrado se encerró en su despacho y se negó a oírlos. Entonces los notables del pueblo acudieron a doña Casilda. Cuando la visita se retiró, salió con sus hijos rumbo a la plaza. Llevaba un cesto con provisiones y una jarra con agua fresca. Los guardias le impidieron el paso, pero entonces los niños comenzaron a gritar.
El Juez estaba en su despacho frente a la plaza y cuando distinguió las voces de sus hijos comprendió que había alcanzado el límite de su resistencia. Él mismo tomó la cesta y la jarra de manos de doña Casilda y abrió la jarra para socorrer a su prisionera.
Cuando Vidal se enteró de lo sucedido sólo comentó que el Juez había demostrado tener menos cojones que él. Al día siguiente Juana La Triste se colgó de la lámpara del burdel, porque no pudo resistir que su único hijo la abandonara en una jaula en el centro de la Plaza de Armas. La familia Hidalgo partió a un balneario de la costa para pasar el mal gusto de la derrota. El Juez en una posada en la que habían parado para descansar, tuvo indicios de que Vidal los perseguía para tomar venganza. Como el lugar no ofrecía protección, ordenó a su mujer que montara a los niños en el coche y apretó el pedal a fondo. Pero estaba escrito que Vidal se encontraría ese día con la mujer de la cual había huido toda la vida.
Extenuado por la situación vivida, el corazón del Juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin ruido. El coche salió de la carretera y Casilda tardó unos minutos en darse cuenta de lo ocurrido. Nunca se imaginó que su marido la dejaría así, a merced de sus enemigos. Comprendió la necesidad de poner a salvo a sus hijos y en una cueva natural en la cima de un cerro, dejó a los niños ordenándoles que bajo ningún motivo dejaran el lugar hasta que llegaran los guardias a rescatarlos.
Descendió el cerro, llegó hasta el coche, bajo los párpados de su marido y se sentó a esperar. No tuvo que aguardar largo rato. Nicolás Vidal se presentó solo, sin sus hombres, porque ése era un asunto privado que debían arreglar entre los dos. Con una mirada comprendió que su enemigo se encontraba a salvo de cualquier castigo. Guardó el revolver y Casilda sonrió. La mujer del Juez empleó todos los recursos de seducción para brindar a aquel hombre el mayor deleite. Trabajó sobre su cuerpo y el refinamiento de su espíritu se puso al servicio de su causa. Cada minuto transcurrido acercaba el destacamento de guardias, pero también lo acercaba a esa mujer prodigiosa. Pero en algún momento Casilada se abandonó, maravillada de su propia sensualidad, y sintió por ese hombre algo parecido a la gratitud. Por eso, cuando oyó el ruido lejano de la tropa le rogó que huyera y se ocultara en los cerros.
Pero Nicolás Vidal prefirió envolverla en sus brazos para besarla por última vez, cumpliendo así la profecía que marcó su destino.
La historia romántica del bandolero y la esposa de alta sociedad insatisfecha.
ResponderEliminarA ver, eso de "las prostitutas hicieron huelga y el cura encabezó a un grupo de feligreses que se presentaron ante el Juez", se puede entender como una manifestación por dejarles sin señoritas de compañía.
Un saludo, Carlos.
Y todo eso, televisado por alguna cadena de telebasura.
EliminarUn saludo, Cayetano