Un incidente increíble ha sacudido a mi barrio, demostrando que la reciprocidad es una virtud fundamental en toda relación.
Hace seis meses, mi vecino me pidió la contraseña de mi internet. Se la di sin problema, pues manteníamos una buena amistad.
Ayer, mientras conversábamos, me contó con entusiasmo que ahora tenía Netflix. Le dije en broma que, como trabajaba mucho, casi no tenía tiempo para ver televisión, pero que me prestara su contraseña para ver algunos programas.
Su esposa, que estaba en el porche, respondió de inmediato: “No hay forma de que te dé la contraseña, porque soy yo quien paga el servicio y no soy una deshonesta”. Un silencio abrumador se apoderó del lugar. Mi vecino, avergonzado, intentó disculparse, y yo le resté importancia. Continuamos nuestra conversación como si nada hubiera pasado y entré a mi casa.
Poco después, la esposa lo llamó. Se notaba nerviosa y dijo que la televisión no funcionaba. Ambos salieron y vinieron a mi casa para decirme que la red no les funcionaba y que mi contraseña ya no servía.
Les dije: "Cambié la contraseña porque soy yo quien paga y no voy a ser deshonesto". La mujer se sonrojó y quiso reclamar, pero la detuve: “Señora, hagámoslo así. Yo mantengo mi internet y usted su Netflix, así nadie se molesta”. Entraron a su casa con gestos de desagrado, cerraron la puerta de golpe y no me volvieron a dirigir la palabra.
Esta historia, aunque no es mía, es una poderosa lección de vida. Nos recuerda que todo en la vida debe ser recíproco: la amistad, el amor, la consideración y, por supuesto, el compartir.
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