Ícaro, hijo de Dédalo, desafiando advertencias, sucumbe al exceso de euforia al volar con alas de cera, revelando la ilusión de la felicidad desmedida
Ícaro, el joven de espíritu audaz y visionario, era el vástago de Dédalo, el genio artífice que ostentaba el título de ser el más hábil arquitecto en la Grecia antigua. Dédalo, conocido por erigir el intrincado laberinto de Creta para confinar al temible Minotauro, se encontró en una situación precaria que requería escapar de la ciudad junto con su hijo.
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Ante esta urgencia, Dédalo ideó la construcción de unas alas colosales, confeccionadas meticulosamente a partir de un sinfín de plumas de aves, unidas con cera. Para asegurarlas a los brazos de Ícaro, añadió correas de cuero.
Antes de emprender el vuelo, Dédalo advirtió a su hijo con solemnidad:
- Ícaro, debes volar con moderación. Si te elevas demasiado, el sol derretirá la cera que sostiene las alas. Pero tampoco te sumerjas en las alturas, pues el agua mojará las plumas y te hará caer.
Juntos se lanzaron al cielo. Ícaro se sentía embriagado por la emoción, maravillado de poder surcar los aires como las aves. La adrenalina fluía por sus venas, y sucumbió al deseo de experimentar, variando la velocidad, realizando piruetas en el aire.
Joven y vigoroso, se creía invencible. Olvidó las palabras de advertencia de su padre y, absorto en su gozo, ascendió cada vez más alto, ajeno al peligro que acechaba.
Absorto en la grandiosidad del panorama, Ícaro se dejó llevar, sin percatarse de la cercanía del sol ni de la creciente sensación de calor. La cera que unía las plumas comenzó a derretirse, y antes de que pudiera gritar el nombre de su progenitor, Ícaro se precipitó al abismo.
Dédalo, quien volaba delante de él, se volvió sobresaltado al escuchar un estruendo. Desesperado, escudriñó el horizonte hasta divisar la espuma en el mar, señal del trágico destino de su hijo.
En la tragedia yacía el cuerpo de Ícaro, inerte sobre las alas extendidas y las correas de cuero medio rotas. Tres ninfas acuáticas lo rodeaban con semblante melancólico, lamentando la prematura pérdida del apuesto joven.
Moralejas:
- La efímera alegría a menudo esconde un peso más profundo que la propia tristeza, recordándonos que la euforia puede ser tan fugaz como engañosa.
- La verdadera dicha reside en la serenidad interior, no en el clamor externo que con frecuencia malinterpretamos como felicidad.
- La euforia puede ser tan efímera como una ilusión en una esfera de cristal, mostrándonos lo que anhelamos en lugar de lo que es verdadero.
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