Un rey, deseoso de conocer la profundidad del amor de sus hijas, decidió preguntarles una a una.
Primero llamó a la mayor y le preguntó:
—¿Cuánto me amas?
—Te amo como al oro —respondió ella.
Luego llamó a la segunda hija:
—¿Cuánto me amas?
—Te amo como a los diamantes —fue su respuesta.
Finalmente, preguntó a la menor:
—¿Cuánto me amas?
—Te amo como a la sal —dijo ella.
El rey, sintiéndose ofendido, se encolerizó.
¿Cómo podía compararlo con algo tan común y aparentemente sin valor?
Sin reflexionar, decidió expulsarla del palacio.
El tiempo pasó...
Hasta que un día, el cocinero le sirvió la comida sin sal.
El rey probó el plato y, disgustado, lo escupió.
—¡Esto no tiene sabor! ¿Qué clase de broma es esta? —exclamó.
Y el cocinero, con valentía, le respondió:
—Hoy su comida no tiene sal, así como su vida desde que rechazó a quien más lo amaba.
Entonces el rey comprendió.
La sal no brilla como el oro.
No es elegante como el diamante.
Pero es esencial.
Sin ella, todo pierde su sabor.
Moraleja: A veces menospreciamos lo que no brilla, lo que no impresiona. Pero hay amores silenciosos, sencillos... que son el sostén de todo.
Como la sal: humilde, invisible... pero indispensable. Ver Lo que
nunca te enseñaron
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