En cuestión de días, todo se desbarató. Los soldados británicos restantes —unos 4500, más 12.000 acompañantes— fueron forzados a aceptar un inmediato retiro de Afganistán. Era el año 1.842
En junio de 1838, lord Auckland, gobernador general británico de la India, llamó a una reunión a sus altos oficiales para discutir la posible invasión de Afganistán. Auckland y otros ministros británicos estaban cada vez más preocupados por la creciente influencia de Rusia en el área. Los rusos ya se habían aliado con Persia, e intentaban hacer lo mismo con Afganistán; si tenían éxito, los británicos en la India se verían potencialmente aislados del oeste por tierra, y vulnerables a más incursiones de los rusos. En vez de tratar de vencer a los rusos y negociar una alianza con el gobernante afgano, Dost Mahomed, Auckland propuso la que creyó una solución más segura: invadir Afganistán e instalar a un nuevo gobernante —Shah Soojah, exlíder afgano depuesto veinticinco años antes—, quien en consecuencia estaría en deuda con los ingleses.
El Imperio Británico invade Afganistán (y sólo vuelve 1 de ellos) |
Comienza la invasión
Entre los hombres que escuchaban a Auckland ese día estaba William Macnaghten, primer secretario del gobierno de Calcuta, de cuarenta y cinco años de edad. Macnaghten pensaba que la invasión era una idea brillante: un Afganistán amigo protegería los intereses británicos en el área y ayudaría incluso a esparcir la influencia británica. Y la invasión difícilmente podría fracasar. El ejército británico no tendría ningún problema para barrer a las primitivas tribus afganas; se presentaría como libertador, pues libraría a los afganos de la tiranía rusa y llevaría al país el apoyo y civilizadora influencia de Inglaterra. Tan pronto como Shah Soojah tomara el poder, el ejército se retiraría, para que la influencia británica sobre el agradecido sha, aunque poderosa, fuera invisible para el pueblo afgano. Cuando llegó el momento de que Macnaghten diera su opinión sobre la posible invasión, su apoyo fue tan firme y entusiasta que lord Auckland no sólo decidió seguir adelante, sino que además nombró a Macnaghten enviado de la reina en Kabul, la capital afgana: el principal representante británico en Afganistán.
Habiendo hallado escasa resistencia en el camino, en agosto de 1839 el ejército británico llegó a Kabul. Dost Mahomed huyó a las montañas, y el sha volvió a la ciudad. Para los habitantes locales, aquel espectáculo resultó extraño: Shah Soojah, a quienes muchos apenas si recordaban, parecía viejo y sumiso junto a Macnaghten, quien llegó a Kabul enfundado en un uniforme de colores brillantes complementado por un sombrero de tres picos orlado con plumas de avestruz. ¿Por qué habían llegado esas personas? ¿Qué hacían ahí?
Ocupación
Con el sha de nuevo en el poder, Macnaghten tuvo que reevaluar la situación. Recibió informes que le notificaban que Dost Mahomed estaba formando un ejército en las montañas del norte. Mientras tanto, al sur, parecía que al invadir el país los británicos habían agraviado a caciques locales al saquear sus dominios en busca de alimentos. Esos jefes estaban causando problemas. También resultaba claro que el sha era impopular entre sus antiguos súbditos; tanto que Macnaghten no podría dejarlo desprotegido, como tampoco a los demás intereses británicos en el país. A regañadientes, Macnaghten ordenó a la mayor parte del ejército británico que permaneciera en Afganistán hasta que la situación se estabilizara.
Pasó el tiempo, y finalmente Macnaghten decidió permitir que los oficiales y soldados de esa fuerza de ocupación crecientemente perdurable enviaran por sus familias, para que la vida fuera menos severa para ellos. Pronto llegaron esposas e hijos, junto con sus sirvientes indios. Pero mientras que Macnaghten había imaginado que el arribo de las familias de los soldados tendría un efecto humanizante y civilizador, sólo alarmó a los afganos. ¿Planeaban los británicos una ocupación permanente? Dondequiera que la gente mirara, había representantes de los intereses británicos, hablando ruidosamente en las calles, bebiendo vino, asistiendo a teatros y carreras de caballos: extraños placeres importados que ellos habían introducido al país. Y ahora llegaban sus familias a sentirse como en su casa. Un odio contra todo lo inglés empezó a echar raíces.
Había quienes advertían a Macnaghten contra eso, pero para todos ellos él tenía la misma respuesta: todo se olvidaría y perdonaría cuando el ejército se fuera de Afganistán. Los afganos eran personas infantiles e irascibles; una vez que sintieran los beneficios de la civilización inglesa, estarían más que agradecidos. Un asunto, sin embargo, preocupaba al enviado: el gobierno británico estaba molesto por el creciente costo de la ocupación. Macnaghten tenía que hacer algo para reducir los gastos, y sabía dónde empezar.
La mayoría de los pasos montañosos por los que corrían las principales rutas comerciales de Afganistán estaban en poder de las tribus ghilzyes, las que durante muchos años, en vida de muy diferentes gobernantes del país, habían recibido un estipendio para mantener abiertos esos pasos. Macnaghten decidió reducir a la mitad tal estipendio. Los ghilzyes reaccionaron bloqueando los pasos, y en otras partes del país se rebelaron tribus amigas de los ghilzyes. Tomado por sorpresa, Macnaghten intentó sofocar esas rebeliones, aunque no las tomó demasiado en serio, y oficiales preocupados que lo instaban a responder más vigorosamente eran reprendidos por su exagerada inquietud. Para entonces era obvio que el ejército británico tendría que quedarse indefinidamente.
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Declive
La situación se deterioró rápidamente. En octubre de 1841, una turba atacó la casa de un funcionario británico y lo mató. En Kabul, jefes locales empezaron a conspirar para expulsar a sus amos británicos. Shah Soojah se aterró. Durante meses había pedido a Macnaghten que le permitiera capturar y liquidar a sus principales rivales, tradicional método de los gobernantes afganos para asegurar su posición. Macnaghten le había dicho que un país civilizado no se valía del homicidio para resolver sus problemas políticos. El sha sabía que los afganos respetaban la fuerza y la autoridad, no los valores “civilizados”; para ellos, su fracaso en el trato con sus enemigos lo hacía parecer débil e inepto, y lo dejaba rodeado de enemigos. Macnaghten no escuchaba.
La rebelión se extendió, y Macnaghten tuvo que confrontar entonces el hecho de que no tenía los efectivos militares necesarios para sofocar un levantamiento general. ¿Pero por qué tenía que aterrarse? Los afganos y sus líderes eran ingenuos; él recuperaría el mando mediante la intriga y la astucia. Con ese fin, negoció públicamente un acuerdo por el cual tropas y ciudadanos británicos saldrían de Afganistán, a cambio de lo cual los afganos proporcionarían alimentos a los británicos en retirada. En privado, sin embargo, hizo saber a unos cuantos jefes clave que estaba dispuesto a convertir a alguno de ellos en visir del país —y cargarlo de dinero— a cambio de que sofocara la rebelión y permitiera a los ingleses quedarse.
El jefe de los ghilzyes del este, Akbar Khan, respondió a ese ofrecimiento, y el 23 de diciembre de 1841 Macnaghten partió a una reunión privada con él para sellar el pacto. Tras intercambiar saludos, Akbar le preguntó a Macnaghten si deseaba seguir adelante con la traición que planeaban. Entusiasmado por haber dado un giro completo a la situación, Macnaghten contestó animadamente que sí. Sin la menor explicación, Akbar señaló a sus hombres que aprehendieran a Macnaghten y lo arrojaran en prisión: él no tenía la intención de traicionar a los demás jefes. Pronto se congregó una multitud, la cual se apoderó del desafortunado enviado y, con una furia acumulada durante años de humillación, literalmente lo hizo pedazos. Sus extremidades y cabeza fueron llevadas en procesión por las calles de Kabul, y su torso colgado de un gancho de carne en el bazar.
Desastre
En cuestión de días, todo se desbarató. Los soldados británicos restantes —unos cuatro mil quinientos, más doce mil acompañantes— fueron forzados a aceptar un inmediato retiro de Afganistán, pese al hostil clima invernal. Los afganos mantendrían abastecido al ejército en retirada, pero no lo hicieron. Seguros de que los británicos jamás se irían a menos que los obligaran, los acosaron sin piedad en su salida. Civiles y soldados por igual perecieron pronto en la nieve.
El 13 de enero, tropas británicas en el fuerte de Jalalabad vieron que un caballo se abría difícil paso hacia sus puertas. Su medio muerto jinete, el doctor William Brydon, fue el único sobreviviente de la aciaga invasión de Afganistán por el ejército británico.
Fuente: Las 33 Estrategias de la Guerra
Ya ves. Cuando se defiende lo propio surge cosas como estas...
ResponderEliminarY no aprendemos
Saludos Carlos
No aprendieron ni los soviéticos ni ahora la OTAN.
EliminarSaludos, Manuel