Había una vez un pequeño chacal muy astuto, pero no solo usaba su inteligencia para defenderse, sino que también disfrutaba engañando a los demás.
Sin embargo, quien se cree el más listo, tarde o temprano encuentra a alguien aún más astuto. Y eso fue exactamente lo que le ocurrió al pequeño chacal.
A este le encantaban los mariscos y los cangrejos. Cuando agotó los que estaban en la orilla del río donde vivía, pensó que debía haber muchos más al otro lado. Pero el río era demasiado ancho y la corriente demasiado fuerte como para cruzarlo nadando. Meditó el problema durante un buen tiempo, hasta que tuvo una idea y fue en busca de su amigo el camello.
—Hermano camello —dijo con voz melosa—, conozco un lugar donde crecen las cañas de azúcar más dulces que puedas imaginar. Si me llevas allí, te lo mostraré.
—¡Oh! ¡Me encantan las cañas de azúcar! —exclamó el camello, relamiéndose—. ¿Dónde está ese lugar?
—Al otro lado del río —respondió el chacal—, pero si me llevas sobre tu lomo, llegaremos sin problemas.
El camello, que tenía un buen corazón y un gran apetito por la caña de azúcar, no hizo preguntas. El pequeño chacal se subió entre sus jorobas y el camello cruzó el río a nado. Al llegar a la orilla, el chacal saltó rápidamente al suelo, señaló el campo de cañas de azúcar y, sin perder un segundo, corrió hacia la orilla en busca de cangrejos. Mientras tanto, el camello empezó a comer con tranquilidad.
El chacal terminó su festín antes de que el camello hubiera siquiera masticado tres cañas de azúcar. Pero en lugar de esperar a su amigo, decidió divertirse un poco. Comenzó a correr por el campo, aullando y haciendo un gran alboroto. Los aldeanos lo oyeron de inmediato.
—¡Un chacal en el campo de caña de azúcar! —gritaron—. ¡Hará agujeros y dañará la cosecha! ¡Tenemos que espantarlo!
Agarraron piedras y palos y corrieron hacia el campo. Pero al llegar, no vieron al chacal, solo al gran camello que, ajeno a todo, seguía mordisqueando las dulces cañas. Pensando que él era el responsable, comenzaron a lanzarle piedras y a golpearlo con sus palos hasta dejarlo magullado y aturdido.
Cuando los aldeanos se marcharon, el pequeño chacal regresó danzando alegremente.
—Es hora de irnos —dijo con despreocupación.
El camello, aún dolorido, lo miró con reproche.
—Amigo chacal, ¿por qué gritaste y saltaste así?
—Oh, no lo sé —respondió el chacal encogiéndose de hombros—. Es una costumbre que tengo, siempre canto después de la cena.
El camello asintió lentamente y dijo:
—Vaya… qué interesante. En fin, volvamos a casa.
Dejó que el chacal subiera a su lomo y comenzó a cruzar el río. Pero cuando llegaron a la mitad del trayecto, el camello se detuvo y dijo:
—Chacal.
—¿Qué pasa? —preguntó su compañero.
—Tengo un deseo muy extraño…
—¿Qué deseo? —preguntó el chacal, inquieto.
—Me apetece revolcarme en el agua.
El chacal abrió los ojos de par en par.
—¡No hagas eso, hermano! ¡Me vas a ahogar! ¿Por qué quieres revolcarte?
El camello sonrió con picardía.
—Oh, no lo sé. Es una costumbre que tengo… siempre me revuelco en el agua después de la cena.
Y sin más, se sumergió de golpe, lanzando al pequeño chacal al agua. Este pataleó con desesperación y apenas logró alcanzar la orilla, empapado y sin aliento.
Mientras tanto, el camello salió tranquilamente del agua y siguió su camino. Desde aquel día, nunca más volvió a hablar con el pequeño chacal.
Y tú, ¿qué opinas?
Te invito cordialmente a compartir esto con todos tus amigos. Tu apoyo significa mucho. ¡Gracias de antemano!
Comentarios
Publicar un comentario