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La caja de skinner

En los años cuarenta, un psicólogo llamado Skinner metió un ratón en una caja. Dentro había una palanca que activaba una compuerta por la que caía comida

Después de un tiempo dando vueltas sin saber qué hacer, el animalito tropezó con la palanca y se llevó una agradable sorpresa. 

Pronto se aficionó a tirar de la palanca. En su cuaderno de notas, Skinner describió su rutina como un drama de tres actos: ver la palanca (reclamo), tirar de ella (acción) y comerse la comida (recompensa). Lo llamó «circuito de refuerzo continuo» y a la caja, «caja de condicionamiento operante», pero en todo el mundo se conoce como «caja de Skinner».

La caja de skinner
La caja de skinner
Aquí es donde la historia se pone cruel e interesante. Cuando el ratón estaba ya acostumbrado a la buena vida, Skinner decidió cambiar su suerte. Ahora el ratón tiraba de la palanca, pero unas veces había comida y otras veces no. Sin patrón ni concierto, sin lógica ni razón, la palanca a veces traía comida y otras veces no traía nada. El retorcido psicólogo bautizó el nuevo circuito como «refuerzo de intervalo variable» y descubrió algo muy extraño. La falta de recompensa no desactivaba el condicionamiento. Más bien al contrario; casi se diría que no saber si habría o no premio lo reforzaba aún más.

El ratón tiraba de la palanca tanto si le daba comida como si no. 

Su pequeño cerebro había incorporado el tirar de la palanca como algo que le causaba placer en sí mismo y lo había desconectado de la recompensa original, de la misma manera que la campana activaba las glándulas salivales del perro de Pávlov aunque no hubiera comida. Peor aún: ver la palanca y no tirar de ella causaba ansiedad al animalito. Skinner cambió la palanca de sitio, cambió al ratón de caja, pero el resultado era el mismo: su comportamiento era automático, independientemente de las circunstancias. Cuando aparecía la palanca la ejecutaba sin pensar. La única manera de desprogramar al ratón era cambiar el premio por un castigo. Por ejemplo, una descarga eléctrica. Solo que la mente del ratón no funcionaba exactamente así. Y, por lo visto, la nuestra tampoco.

La referencia principal de Skinner era la ley de efecto de Edward Thorndike, padre de la psicología educativa. Establece que los comportamientos recompensados por una consecuencia reforzante (comida) son más susceptibles de repetirse. Y que, por la misma lógica, los comportamientos que son castigados con una consecuencia negativa (descarga) son menos susceptibles de repetirse. Solo que, en la práctica, esa ley funciona bien en un solo sentido. Una vez establecido, el condicionamiento original es muy resistente al cambio. El pobre ratón no dejaba de tirar de la palanca, por mucha descarga que recibiera. El refuerzo de intervalo variable le había generado un hábito. O peor: una adicción.

La personalidad es el total de nuestros hábitos. 

Nuestra manera de caminar, de cocinar, de hablar y de pensar son hábitos, el entramado de rutinas mentales que nos hace únicos. No todos juegan en nuestro favor. Las adicciones son esos hábitos que no podemos abandonar aunque nos causan un perjuicio físico, emocional, profesional o económico. Como el ratón que no deja de tirar de la palanca aunque le dé una descarga. Aquí es donde la lógica de Thorndike y Skinner no funciona. Si somos capaces de engancharnos a algo porque nos proporciona placer, ¿por qué no podemos desengancharnos cuando deja de hacerlo? Aparentemente, una vez que se graba en nuestra corteza cerebral, es difícil que se borre.

Al estudiar la actividad eléctrica en el cerebro de los animales mientras adquieren hábitos implantados, la neuróloga Ann M. Graybiel y su equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts descubrieron que cuando los sujetos se enfrentaban a un circuito nuevo, su actividad neuronal era la misma desde el principio hasta el final del proceso. Pero si repetían una y otra vez la misma rutina, su actividad neuronal se iba concentrando al principio y al final del circuito, dejando en blanco la parte correspondiente a la actividad. Entre el activador (palanca) y la recompensa (comida) no había nada. «Era como si las regiones del cerebro estuvieran grabando los marcadores de actividad como un bloque para esa rutina —explicaba Graybiel en la revista de la Academia Nacional de las Ciencias de Estados Unidos—. La secuencia completa era el hábito».

El ratón solo mostraba actividad cerebral al ver la palanca y al alejarse de ella. Toda la parte en la que tiraba de la palanca y engullía la comida la hacía en piloto automático, sin actividad neuronal. Su cerebro registraba el circuito como un bloque recogido entre paréntesis, como un script que debe ejecutarse entero, hasta el final. O como un trance. Si pudiéramos preguntar al ratón, es probable que no recordara lo que había pasado entre la palanca y la comida, de la misma manera que a veces cogemos el coche para volver a casa y no sabemos cómo hemos llegado hasta allí. O cogemos el móvil para buscar el nombre de un restaurante y pasamos los siguientes veinte minutos en un bucle de correo, actualizaciones de Twitter, Messenger, Instagram, WhatsApp y de vuelta al correo, Twitter, Messenger, Instagram, WhatsApp sin que sepamos cómo hemos llegado hasta allí.

De hecho, la mayor parte del tiempo ni siquiera nos acordamos de por qué cogimos el móvil, ni tampoco de lo que hemos visto en las aplicaciones. 

Tenemos la capacidad de atención de un pez de colores. Mejor dicho, la teníamos, pero ya no. La capacidad del pez es de nueve segundos, mientras que en este preciso momento la del humano medio es de ocho. En el año 2000 nuestra capacidad de focalizar la atención en una sola cosa era de doce segundos, pero nos hemos entregado a un duro entrenamiento para bajar esa marca. Nuestra paciencia es tan escasa que el 40 por ciento de los usuarios abandonan una página web si tarda más de tres segundos en cargar.

Skinner no creía en el libre albedrío. Consideraba que todas las respuestas del ser humano están condicionadas por un aprendizaje previo basado en el castigo y la recompensa y que se activan de manera predecible colocando el desencadenante apropiado a su alrededor. Y le parecía una gran cosa. Creía que la manera de resolver conflictos internos, superar fobias, cambiar malos hábitos o corregir comportamientos antisociales no era bucear el subconsciente en busca de dramas freudianos sino modificar el entorno con los detonantes oportunos. De esta forma, conseguiríamos las reacciones que deseamos tener. La solución a todos los problemas era un proceso mecánico y, por lo tanto, se podía sistematizar. Con una fórmula sencilla (estímulo + respuesta = aprendizaje) se podían controlar y mejorar los peores hábitos de una sociedad y así mejorar el mundo. En 1948, Skinner publicó una idea de cómo sería eso, titulada Walden Dos. No era un buen momento para lanzar un tratado sobre el control sistemático de la población. Ese mismo año, George Orwell publicó 1984.

Unos dicen que ese libro marca el fin de su carrera, otros que fija el principio de una nueva rama de la ciencia, dedicada al estudio del comportamiento. En 1970 publicó Beyond Freedom and Dignity, donde repetía que había cosas más importantes para la sociedad que la libertad del individuo. La revista Time lo nombró «el libro más polémico del año». Skinner murió en 1990, justo antes de transformarse en el psicólogo más influyente del nuevo milenio. «No hablo de control a través del castigo. No hablo de control moviendo los hilos —protestó en una entrevista a Los Angeles Times—. Hablo de control usando la administración como factor selectivo. De cambiar el castigo por un control basado en el refuerzo positivo». Freud le ganó en las guerras culturales, pero el mundo posinternet es suyo.

Si Skinner estuviera vivo, ahora mismo trabajaría para Facebook, Google o Amazon, y tendría tres mil millones de ratones humanos con los que experimentar. De hecho, podría trabajar para ellos sin dejar la universidad. Eso es exactamente lo que hace B. J. Fogg, director del Laboratorio de Tecnología Persuasiva de la Universidad de Stanford. Lo fundó en 1998 «para crear máquinas que puedan cambiar lo que la gente piensa y lo que hace, y hacerlo de manera automática». Aunque sus métodos son herederos directos de Skinner, su héroe es Aristóteles, el hombre que dijo «somos lo que hacemos una y otra vez».

Del libro EL ENEMIGO CONOCE EL SISTEMA, de Marta Peirano (puedes echar un vistazo)

Comentarios

  1. Sin duda, los que manejan las redes sociales, hacen algo similar con nosotros.
    Para formar un hábito, son necesarios 21 días, para que el cerebro, justamente "construya" el camino. A veces es mucho más fácil, si es placentero (el caso de palanca-comida). Otras son más complicadas

    Saludos Carlos

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    Respuestas
    1. Según qué hábitos, también se abandonan en 21, otros tardan más, y otros tal vez nunca. Internet y sus app, s creo que se adquieren antes y son muy difíciles de abandonar.

      Saludos, Manuel.

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  2. En la repetición está el gusto. Somos animales de costumbres.
    Un saludo.

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    Respuestas
    1. Que se lo digan a los nazis y su repetición de consignas... copiadas por el comunismo y la publicidad capitalista (y las religiones).

      Un saludo.

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