Vivimos en una era en la que los valores tradicionales de esfuerzo, conocimiento y sabiduría han sido desplazados por una cultura superficial dominada por las redes sociales.
El concepto de “influencers” se ha convertido en una palabra omnipresente en el lenguaje contemporáneo. Pero, ¿qué significa realmente ser un influencer hoy en día? ¿Qué tipo de influencia están ejerciendo sobre la sociedad? ¿Y por qué parece que cuanto más absurda es la conducta, mayor es la atención que reciben?
La palabra influencers aparece como una especie de nuevo estatus social, otorgado no por logros reales, sino por la capacidad de generar atención y likes. Se trata de personas que, en muchos casos, no aportan conocimiento, ni valores, ni ideas, sino simplemente una imagen o un estilo de vida hueco, exagerado, casi caricaturesco. Y lo más preocupante es que miles, incluso millones de personas, especialmente jóvenes, consumen sus contenidos de forma diaria, aspirando a parecerse a ellos.
Como bien señala la frase irónica de la imagen: “Influencers: Gente ridícula que influye sobre personas con baja autoestima que necesitan ser influenciadas por alguien que es más pendejo que ellos”. Aunque cruda, esta afirmación refleja un fenómeno cada vez más evidente: el culto al absurdo, donde lo trivial y lo vulgar se premian con fama y fortuna. No es casualidad que, en muchos casos, la popularidad esté directamente relacionada con el nivel de escándalo o ridiculez del contenido.
El problema va más allá de una simple crítica moral. Estamos ante una transformación profunda de la sociedad, donde los influencers se convierten en modelos de referencia para las nuevas generaciones. Su influencia no solo afecta modas o tendencias, sino también comportamientos, aspiraciones y valores. Lo que antes se aprendía de los padres, maestros o libros, hoy se aprende de un vídeo de 15 segundos en TikTok.
Albert Einstein, cuya imagen también aparece en la imagen, nunca pronunció literalmente la frase que se le atribuye: “Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo solo tendrá una generación de idiotas”. Sin embargo, el mensaje es tan poderoso como vigente. La tecnología, mal utilizada, no nos ha hecho más sabios, sino más distraídos, más superficiales, más manipulables. Y los influencers son el mejor ejemplo de cómo la tecnología ha potenciado el culto a la ignorancia envuelta en un paquete de entretenimiento.
Esto no significa que todos los influencers sean negativos o carezcan de mérito. Existen creadores de contenido que difunden ideas valiosas, que educan, que inspiran desde un lugar honesto y constructivo. Pero lamentablemente, no son ellos los que dominan las tendencias virales ni los algoritmos de las plataformas. La atención se la llevan aquellos que gritan más fuerte, que se desnudan más rápido o que hacen el ridículo con más gracia.
Nos enfrentamos a un reto social urgente: recuperar el sentido crítico. Enseñar a las nuevas generaciones a distinguir entre lo valioso y lo vacío. A no confundir popularidad con sabiduría, ni fama con mérito. Y sobre todo, a no dejarse arrastrar por una corriente que premia lo absurdo y castiga la reflexión.
En definitiva, los influencers son el espejo de lo que como sociedad consumimos. Si queremos cambiar el reflejo, debemos cambiar lo que miramos y a quién le damos nuestra atención. Porque, al final del día, cada clic, cada like y cada “seguir” es un voto que define el tipo de mundo en el que vivimos.
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