En todos los colegios del mundo hay niños y niñas que controlan a su pequeño círculo de compañeros.
Son los dominadores de una clase o de un curso completo, conocidos, respetados y temidos en todo el colegio. El mundo es como el patio de un colegio
Este orden de poder escolar se percibe especialmente en los patios de los centros de enseñanza, durante los tiempos de asueto, cuando los alumnos se muestran tal como son, una vez relajados de la tensión de las aulas. Allí se puede observar con nitidez a quienes tienen esa capacidad para influir sobre los demás, poder que puede provenir de una o varias circunstancia diversas: fortaleza física, facultad innata de liderazgo, habilidad para la práctica de deportes, pertenencia a una familia poderosa, elocuencia aguda y viperina, caer en gracia a los maestros... o mera maldad unida a astucia.
Estos niños con especial ascendiente sobre los demás pueden actuar de modo benefactor con el grupo, arrastrándolo a realizar actos nobles. Pero, con frecuencia, suelen ser los incitadores de gamberradas, los responsables de organizar actividades ignoradas por los profesores y que vulneran las normas escolares o, lo que es aún más perverso, de agredir psicológica e incluso físicamente a compañeros más vulnerables o bien menos dotados o agraciados.
Los niños que así se comportan acostumbran a rodearse de aquellos otros que buscan en su acercamiento protección y reconocimiento, una fortaleza de la cual carecen o no poseen en tan alto grado como los líderes a los que se subordinan. Son estos los que ríen las gracias de los poderosos, los que los jalean cuando actúan pérfidamente contra los endebles objetos de burlas y chanzas, los que aplauden sus muestras de potencia y habilidad física. En definitiva, pertenecen al club de los que prefieren perder parte de su personalidad a cambio de integrarse en una corte de aduladores que les otorga cierto estatus y consideración.
Por supuesto, para que el líder y su séquito puedan actuar como tales deben convivir con otros alumnos a los cuales consideran inferiores, de modo que nunca les van a faltar justificaciones. A unos simplemente los ignorarán por no pertenecer a su nivel social o simplemente por no jugar tan bien como ellos a los deportes más populares del centro educativo. Otros, lamentablemente, se convertirán en la diana a la que lanzarán los dardos de malicia que les permiten sentirse superiores. Si estos desgraciados son también estudiantes sobresalientes, la ira del grupo poderoso se cebará en ellos para evitar que puedan hacerles la competencia y cuestionar su superioridad. A algunas de estas víctimas, si carecen de la suficiente fortaleza mental o apoyo familiar, pueden llegar a causarles un daño terrible, irreparable e indeleble. De entre ellas, puede haber personas que aspiren a integrarse en el grupo de los comparsas con la finalidad de dejar de ser el blanco cotidiano. Tristemente, estos reconvertidos pueden transformarse en los más crueles con los ajenos.
Pero también se encontrará a otros que se resisten a ser influidos por el líder o por la presión de todo el grupo, con resultado más o menos solvente. Habrá quien, también dotado de cierto poder, simplemente no desee formar camarilla ni ejercer la menor influencia, contentándose con llevar su propia vida, ser respetado y mantenerse al margen de actuaciones impropias contra sus compañeros. En ciertas situaciones quizá le interese la alianza temporal con el poderoso de turno, pero en general podrá gozar de independencia. Por último, existirán los que decidan aislarse del conjunto de los alumnos y no participar en ninguna actividad, ni positiva ni negativa, manteniendo una actitud sólida o reaccionando con desmesura en la primera ocasión en que alguien pretenda vilipendiarlos.
Lo mismo podría decirse de cualquier colectividad cuyos integrantes deben pasar muchas horas juntos, como puede ser un cuartel, una prisión o un lugar de trabajo. Y de modo similar sucede en la esfera internacional, donde existen potencias con distinto grado de capacidad de influencia en las decisiones mundiales.
LA HIPOCRESÍA, PRINCIPIO RECTOR DE LA GEOPOLÍTICA
"El conquistador siempre es un amante de la paz; desea abrirse camino hasta nuestro territorio sin encontrar oposición." CARL VON CLAUSEWITZ
No hay nada más hipócrita y cruel que la política internacional, pues todo lo que en ella se gesta y realiza está basado exclusivamente en los intereses de cada país, los cuales son siempre efímeros y cambiantes, y muy poco o nada tienen que ver con los de los demás Estados. La política nacional también es despiadada y cainita, sin ningún miramiento hacia el adversario político, pues cualquier medida que contra él se adopte se considera legítima mientras sirva para debilitarlo y expulsarlo del poder, con la única intención de ocupar su lugar. Aun así, es de suponer que todos los grupos políticos —incluso los más dispares— persiguen el mismo fin e interés, el bien de sus ciudadanos y de su nación, aunque cada uno lo interprete con una aproximación diferente según sus afinidades ideológicas.
Pero en el ámbito internacional en que se mueve la geopolítica no hay ningún fin común, al menos no permanente, que sirva para refrenar los más bajos instintos, ni siquiera un rescoldo que siempre se mantenga vivo y pueda servir de cohesionador. Los intereses comunes son tan perecederos que enseguida se pudren y pasan a ser sustituidos por otros, por lo que alianzas, amistades y enemistades fluyen con paradójica y sorprendente rapidez. Se vive en un permanente estado de rivalidad, en el que todas las partes se lanzan codazos para hacerse un hueco y conseguir que primen sus propios intereses.
Ni siquiera los peligros o amenazas que se podrían considerar comunes, como pueden ser las derivadas del cambio climático, ejercen una influencia real. Porque en este singular ambiente, cada país mira exclusivamente por su propio interés. Se puede decir más: cuanto más poderoso es un país, menos se preocupa realmente por las necesidades de las demás naciones. Aunque pueda parecer una frivolidad, para que todos los países adoptaran decisiones comunes que beneficiaran al conjunto de la humanidad, se tendría que dar una amenaza extraterrestre en forma de invasión o algo parecido. Mientras tanto, ha sucedido y sucederá que cada país tan solo mire su propio ombligo y actúe para su propio bien, aun cuando sea plenamente consciente del daño, directo o indirecto, que puede causar al resto.
El historiador militar Michael Howard resume el altísimo grado de hipocresía en que se basan las relaciones internacionales, siempre regidas, orientadas y legisladas por los poderosos, con esta frase: «Con frecuencia, los Estados que muestran mayor interés por la conservación de la paz son los que acumulan más armamentos».
Extraído del libro Así se domina el mundo (echa un vistazo)
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