Cuando el Titanic se hundió en el Atlántico, no solo se llevó consigo una de las embarcaciones más lujosas de su tiempo, sino también las historias de quienes, en sus últimos momentos, eligieron los principios sobre la supervivencia. Entre los pasajeros, se encontraban figuras de la élite financiera que, a pesar de su fortuna, demostraron una profunda sensibilidad humana y un sentido del deber que trasciende cualquier riqueza material. Uno de ellos fue John Jacob Astor IV, uno de los hombres más ricos del mundo en aquel entonces. Su fortuna, acumulada por generaciones, era tan vasta que podría haber construido treinta barcos tan grandes como el Titanic. Sin embargo, frente a la amenaza de la muerte, Astor no se aferró a su posición ni intentó usar su influencia para garantizar su propia supervivencia. En lugar de ello, eligió lo que consideraba moralmente correcto y cedió su lugar en un bote salvavidas a dos niños asustados. A pesar de tener los medios para garantizar su rescate, su