Poco a poco, y gracias al progreso en el conocimiento de nuestro genoma, se va confirmando lo que indicaba el sentido común: que somos mitad naturaleza y mitad crianza.
Dejar de fumar |
Cada quince de octubre acabo acordándome de que en esa fecha fumé por última vez un cigarrillo, y lo celebro en secreto, como un aniversario privado, sin nostalgia, desde luego, con una sensación de alivio que los años no atenúan. Había fumado regularmente durante más de veinte años, desde que en la adolescencia el tabaco había sido un signo de vida adulta y rebeldía. Había fumado en los momentos de felicidad y para suavizar la desdicha, para tranquilizarme y para estimularme, para disfrutar de la soledad y para remediar la timidez. Los cigarrillos habían acompañado el insomnio de mis noches de estudio y la ebriedad de los trasnoches en los bares, y sobre todo habían sido un hábito imprescindible y un aliciente en el trabajo que más me importaba, el de la literatura. Fumaba para darme ánimos al empezar a escribir y para premiarme a mí mismo cuando había logrado una página aceptable. En el fervor igual que en el desánimo la mano recorría automáticamente la mesa de trabajo en busca del cigarrillo y del mechero. El humo y la nicotina formaban parte de la escritura en la misma medida que el papel y la tinta, y luego que la fosforescencia amarillenta de los caracteres en la pantalla de mi primer ordenador.
Pero de pronto un día terminé un cigarrillo y ya no hubo ninguno más. El tabaco, que había formado parte consustancial de mi vida, desapareció de ella igual que su olor de mi ropa y que los ceniceros llenos de colillas, las toses matinales y la fatiga al subir las escaleras. Al principio temía ponerme a escribir sin su ayuda: tenía miedo, sobre todo, de mi propio miedo, de que el empeño en no fumar debilitara mi decisión de escribir. Bebía agua, para compensar a las manos y a los labios de la ausencia brusca de los actos reflejos asociados a los cigarrillos, pero al poco tiempo la distracción absorbente del trabajo eliminó también esa inquietud. No sólo escribía sin fumar: terminaba una frase, una página entera, y caía en la cuenta de que lo había hecho sin acordarme del tabaco, y en que además al final de varias horas de trabajo no notaba ese agotamiento que me había parecido un efecto inevitable de la dedicación a la literatura, siéndolo tan sólo de los estragos del humo.
Pero hay gente menos afortunada. Mi pobre y admirado amigo Terenci Moix padeció un enfisema terrible y siguió gastando en fumar el poco aliento que le quedaba, y se acercó a la muerte cigarrillo tras cigarrillo, sabiendo con toda claridad que el tabaco no era un placer al que sacrificaba una parte de su vida, sino un verdugo cruel que se la estaba quitando.
El mérito de que yo dejara de fumar no fue sólo mío: me ayudó un gen llamado D4DR
Genes |
¿Se puede medir la fuerza de voluntad, como se mide la tensión arterial o el índice de colesterol en la sangre? Me temo que sería un propósito tan absurdo como el de fotografiar eso que llaman el aura. Reflexionamos sobre nuestra voluntad o nuestra educación y nos cuesta aceptar que haya otras razones de orden biológico para nuestros actos. La mentalidad progresista se forjó en la rebeldía contra injusticias, desigualdades y prejuicios que para los clérigos y los privilegiados formaban parte del orden natural: si no era natural que hubiese ricos y pobres, que los hombres blancos dominasen a los de piel más oscura, que las mujeres estuvieran sujetas a los varones, cualquier sugerencia de que en los seres humanos haya rasgos que no proceden de la historia o de la educación, sino de la naturaleza, parecía tan sospechosa como los viejos prejuicios sobre las razas o los sexos.
Poco a poco, y gracias al progreso en el conocimiento de nuestro mapa genético, se va confirmando lo que indicaba el sentido común: somos a medias naturaleza y a medias crianza, nature y nurture, por decirlo en los términos ingleses del debate. En un espléndido número especial de esta misma revista se resumía hace poco el estado apasionante de la cuestión, y en el periódico de casi cada día vienen noticias de nuevos hallazgos sobre la manera enigmática y minuciosa en que las sustancias químicas elementales que componen la doble espiral de nuestro ADN determinan ciertos rasgos de nuestro comportamiento y nuestro carácter igual que la forma del lóbulo de nuestra oreja, el color de nuestros ojos, el dibujo de nuestros labios. La vida de cada uno no está escrita hasta sus últimos detalles en las estrellas, ni en la conciencia divina, y tampoco en los genes, pero sí delimitada por ellos, en un espacio en el que confluyen la voluntad y el instinto, las inclinaciones misteriosas que no sabemos de dónde proceden y las normas, los sueños, las verdades y las mentiras que nos cuentan desde el principio de la infancia.
Y ni siquiera tiene tanto mérito que yo dejara fácilmente de fumar: según un doctor Cloninger al que cita esta revista, me ayudó mucho a curarme del hábito un gen con nombre de robot, el D4DR, que regula la transmisión por mis tejidos cerebrales de una sustancia llamada dopamina.
Por Antonio Muñoz Molina, Escritor
Para bien y para mal somos también genética. A veces nos ayuda y otras nos crucifica con era herencia maldita que viene de serie...
ResponderEliminarUn saludo.
El campo de la genética esta muy virgen... desconocido prácticamente. Aún queda mucho por caminar.
ResponderEliminarCon el conocimiento de nuestro código genético se podrá tratar muchas enfermedades
Saludos Carolus