Don Justo, como le llamaban quienes lo conocían, era un joven alto, guapo, con muy buen cuerpo y muy rico.
Criado con mucho amor y tolerancia, creció creyendo que el mundo era suyo y que podía hacer cuanto le viniera en gana. No había mujer que no suspirara al verlo, no había hombre que no lo envidiara y no había cantina, bar o tugurio que él no conociera.
La gente empezó a cambiarle el nombre; de ser "Justo" pasó a ser "Injusto", pues las mujeres que aún no había enamorado decían "qué injusto". Los hombres a los que no invitaba a sus parrandas le decían "qué injusto" y los locales donde había diversión, cuando él no iba, decían "qué injusto".
Y su nombre cambió, y él se sentía orgulloso de que la gente le llamara "Injusto". Pero como todo en la vida, los años pasaron, sus fuerzas menguaron, su espalda se encorvó y su nombre volvió a ser Don Justo.
Un día salió triste a caminar por el campo, cuando, sin fijarse, metió un pie en un hoyo y cayó estrepitosamente unos metros más adelante. Se sacudió y, cuando iba a levantarse, vio junto a él una vara y para su beneplácito pensó: "Tengo tan buena suerte que hasta cuando meto la pata, encuentro un palo que me va a servir de bastón". ¿Y qué creen? ¡Sí! Era una vara mágica.
Y cuando la tuvo en sus manos escuchó una voz que decía: "Justo, ¿deseas ser otra vez Injusto?" Y adivinen qué contestó...
¡Síiiiiiiiiii! Y la vara mágica le dijo: "Pero hay una condición."
“El hoyo donde metiste la pata era mi trasero, y como me gustó, de aquí en adelante, por cada mujer que hagas tuya vendrás a este lugar para que yo, con esa vara que te doy, te la meta en el tuyo. ¿Aceptas?”
Y qué creen, ¿que aceptó?
Pues en castigo por pensar cosas malas no les diré si aceptó o no.
Jajajajaja. (Espero que me cuenten lo que cada uno de ustedes hubiera hecho).
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