Cuando en 1512 Miguel Ángel finalmente concluyó el fresco del techo de la capilla Sixtina, que se considera una de las obras más famosas de la historia del arte, los cardenales responsables de la detención de las obras quedaron por horas mirando y admirando el magnífico fresco. Después del análisis, se reunieron con el maestro de las artes, Miguel Ángel, y sin pudor alguno dispararon su descontento. Cuando Miguel Ángel escuchó las demandas de los cardenales, se mantuvo en silencio, con la mirada fija en la obra que había consumido años de su vida. Sabía que su creación no solo era arte, sino también un poderoso mensaje teológico y filosófico. A pesar de su fama como un hombre de carácter fuerte y un genio incomprendido, accedió a realizar el cambio, aunque no sin reflexionar profundamente sobre el impacto de esta alteración. El gesto que los cardenales proponían no era meramente técnico; contenía una simbología intrincada que resonaba con las creencias de la época. Al separar los dedos...